Wednesday, October 08, 2014

Un fusil de perros.

Pérez-Reverte es un escritor que me hace llorar aunque él no quiera o ni lo intente. Tiene las palabras precisas, la cadencia a punto y los temas perfectos para rebosarme los ojos de lágrimas. Esto es especialmente incómodo cuando me encuentro en el trabajo. Lo leo cuando no debo de leerlo, y entonces, debo salir al baño, respirar hondo y hacer como que no pasa nada. 

Ya sé, está mal visto que un hombre ande anunciando que lo hacen llorar las palabras de otro hombre, pero ¿qué quieren? me pasa. Además, Pérez-Reverte tiene el tino de abordar temas que me son tan profundamente afines, que con leer el título y dos líneas, el referee ya tuvo que anular la pelea por lloriqueos del contrincante del calzoncillo tricolor: yo. 

Don Arturo ama a los animales. O... bueno, no lo sé. Lo intuyo. Pero ama a los perros, eso lo sé. O... tal vez me equivoco también, tal vez no sea cierto, y yo estoy haciendo afirmaciones que rayan en la injuria, la difamación y la calumnia. Recibiré, probablemente algún día, una demanda legal por falsedad de declaraciones de zoofilia de un tercero, sin fundamentos que no residan en las letras del propio demandante. Si es así, la recibiré con la vista hacia el suelo, una sonrisa en los labios, y sin la menor intención de llamar a un abogado. Seguiré sabiendo que yo tenía razón. 

Para los incrédulos de mis anteriores afirmaciones, ya varios artículos del español pueblan las escasas entradas de este blog, así que pueden constatarlo, si esa es su decisión. Y, sin haberlo planeado, me veo obligado a incluir un artículo más, para ese acervo de pruebas. 

Lo dejo a sus ojos.


-----------------------------


Una superviviente



Sherlock estaba solo, como les conté alguna vez. Melancólico como Humphrey Bogart en Casablanca. Añorando, aunque no las hubiera conocido en persona, las aventuras de caza y pelea que llevaba en su memoria genética. Así que resolvimos buscarle compañera de su misma raza. Se encargó mi hija, telefoneando aquí y allá. Al fin dio con alguien que tenía un ejemplar hembra. «El problema es que nadie la quiere porque tiene un defecto en la mandíbula -dijo el dueño-. Me he desprendido de sus hermanos, y sólo queda ella». Cuando mi hija colgó el teléfono estaba llorando. «Tenemos que quedarnos con ella absolutamente», dijo. Y fuimos a buscarla. Por el camino decidimos que se llamaría Rumba. Y llegamos.

Ahorraré comentarios sobre la mala impresión que me causó el que la tenía. Su antipatía e indiferencia. Rumba andaba por los cinco o seis meses y estaba metida en un cercado minúsculo: pequeña, sola, sucia y asustada. Una teckel de pelo rizado, que apenas la tocamos se hizo pipí encima, y que al poco vomitó pedazos de un pienso inadecuado, grueso como bellotas. Mi hija volvió a llorar, y yo estuve a punto -esas veces en que respiras fuerte y miras hacia otro lado-. La perra tenía, en efecto, una malformación en la mandíbula inferior que la alejaba de los cánones de belleza canina, y quienes buscan ejemplares perfectos habían pasado de ella. El dueño, también. No me atrevo a afirmar que le pegara, pero sí que la había tratado muy mal. Era una perra insegura, temerosa, que gimoteaba y lo ponía todo perdido ante la menor presencia humana. Era obvio que tenía malas experiencias de los hombres, fueran quienes fueran. Malos recuerdos. Y que de no encontrar alguien que la quisiera, habría acabado, en el mejor de los casos, sacrificada.
Pagué la perra -ante mi comentario sobre la posibilidad de un recibo, el fulano me miró como si yo fuera gilipollas-. Y Rumba vino a casa. Al principio, Sherlock le montó una bronca de teckel y muy señor mío. Al rato empezaron a llevarse bien. Pero con los humanos fue más difícil. Al menor ruido, a la menor palabra en alto, al menor movimiento o sombra que la asustase, Rumba daba un respingo y se apartaba con el rabo entre las piernas, temerosa, escondiéndose como si esperase un golpe. Eso me hizo pensar que habría recibido más de uno. Costó mucho tiempo, mucha paciencia y mucho amor darle cierta seguridad, hacer que nos aceptase tranquila. Sherlock se subía al sofá a ver la tele y ella se quedaba aparte, en un rincón, desconfiando de todo y de todos. Ni siquiera se atrevía a comer cuando estábamos allí. Al fin, poco a poco, al cabo de semanas, se fue acercando. Fue aceptando palabras y caricias. Atenuó sus recelos y sus miedos.
Han pasado dos años. Ahora Rumba, con su graciosa mandíbula inferior inexistente, es una perra feliz. Creo. La primera en buscar caricias, la más rápida acomodándose en el sofá. La que se tumba patas arriba en tu regazo para que le acaricies la tripa. A Sherlock, como perspicaz hembra que ella es, se lo trajina como quiere. Le hace putadas enormes, que el otro -una fiera corrupia cuando algo no le gusta- acepta, resignado y bonachón. Es, y tuve varios de estos bichos a lo largo de mi vida, la perra más rápida y lista que conocí jamás. Cuando Sherlock se pone metafísico y tarda en zamparse la comida, ella se desliza en su plato como en una incursión de comando, rápida y mortal, y se lo deja limpio. Por la calle, cuando salimos a pasear y él va a lo suyo, despistado, cabeza baja, husmeando rastros y rumiando nostalgias, ella va erguida y pizpireta, alta la cabeza, con trotecillo casi saltarín. Es la primera que lo ve todo, y ladra antes que nadie: el gato, el señor que pasea, el coche que se acerca. Una noche, un jabalí despistado estuvo mirándonos en la oscuridad sin que Sherlock se enterase de nada -miraba a todas partes con cara de panoli, preguntándose qué pasaba-, mientras que Rumba había localizado al verraco, poniéndose en guardia un minuto antes. Y, por supuesto, lista y rápida como es, dando un veloz rodeo para situarse exactamente detrás de nosotros. Por si acaso.
A veces, cuando duerme junto a Sherlock en el sofá mientras veo True Detective, y observo que abre un ojo a cada ruido, atenta a posibles peligros, pienso que Rumba me recuerda a una de esas mujeres maltratadas, que a fuerza de coraje e inteligencia salieron del pozo y ahora viven una vida digna y serena, sabiendo lo que eso vale. Sabiendo las pesadillas que dejaron atrás, sin olvidarlas nunca. Conscientes de lo que vale su felicidad y su libertad. Ya no me pillarán en otra con la guardia baja, parece decir con su actitud. Lo juro. Nadie. Nunca.    
Tomado de la Sección Patente de Corso, del Sitio Oficial de Arturo Pérez-Reverte, aquí el artículo original.

4 comments:

Gjsuap said...

No sé, Lazos.... creo que como decían en el Mundial: "Eeeeeeeeeeeee...s cierto!". O, por lo menos, "no era penal" por falsedad de interpretaciones. Saludos.

Alexa Calatayud said...

También se me puso el ojo "Candy" gracias por compartirlo.

EL PEATÓN said...

¡jajaja! Gracias, Gonzalo, ¡Saludos! Seguimos #RetoBlog

EL PEATÓN said...

Alexa, gracias por leerlo, te mando un abrazo gigante.